Ago 18, 2021 Multimedios Venus Nacionales 0
Hace poco más de dos meses mi madre falleció, luego de un mes de pesadilla, sola en una terapia intensiva. Yo la contagié cuando la llevé a vacunarse de la primera dosis de Sputnik V. Seguramente somos muchos los que sentimos este peso. Y sabemos que nadie puede alivianar este dolor.
Cuando me enfermé de COVID, acababa de morir Mauro Viale. En casa, su muerte repentina nos había dejado helados. La presencia del periodista durante la cuarentena había sido una compañía. El zapping cotidiano siempre contenía a Mauro. Mi madre, Carola, estaba impresionada. Con este virus, un día estás, un día no estás. Así de sencillo.
Cómo no entender a Jonatan Viale, su hijo, cuando habla del duelo interminable. En mi caso, a semejante dolor hay que sumarle algo más: la culpa de ser la vía de contagio.
Pasaron ya dos meses desde que mamá murió como consecuencia del COVID-19. Y casi tres meses desde la columna que escribí para Infobae donde contaba mi miedo a morir por coronavirus y el temor de haberla contagiado el día que la llevé a vacunar con la Sputnik V, aquel fatídico viernes 16 de abril de 2021.
Fuimos en el auto y yo me sentía bien. Como nos veíamos siempre, misma burbuja, íbamos sin barbijo y con las ventanillas demasiado altas. Relajadas y contentas. Error fatal. Error mortal. Quién pudiera volver el tiempo atrás.
Esa noche me sentí cansada, con escalofríos. Me tomé la fiebre y empezó la pesadilla.
El primer hisopado de mi madre, a los siete días de mi positivo, fue negativo. Me dieron el alta a los diez días y ella, todavía, se sentía bien. El día 11 del contacto estrecho conmigo (ya todos hablamos como médicos) tuvo náuseas y vómitos. Pensó que algo le había caído mal, pero al día siguiente se sintió peor.
Empezó su pesadilla. Esta vez dio positivo y entró a terapia intensiva en medio de la segunda ola que golpeaba con fuerza a la Argentina.
Tenía 78 años, era de riesgo por Epoc (enfermedad pulmonar obstructiva crónica) y cardíaca. Esta vez la llevamos al hospital en el auto, con las ventanillas bajas. Entró sola, muy digna y erguida disimulando su malestar. La vi alejarse caminando con su cartera (donde tenía sus cigarrillos, su encendedor, sus pinturas, su cepillo y su perfume) y envuelta en su poncho gris.
Estuvo consciente seis días en los que sintiéndose mal protestaba por no haber tenido el verano que hubiese querido en el mar, por el agua demasiado fría con la que la bañaban en terapia, por las náuseas permanentes. Me pidió un cura por las dudas y rezamos con él juntas.
La vi cada día. Su pelo impecable como siempre, pero sin sonrisa ni risas. Cada tanto, miraba el celular desganada. Se sentía mal. En el rato que duraba la visita le costaba escucharme: los tres barbijos y la máscara que llevaba puestos yo y el ruido del oxígeno que ella tenía enchufado en la nariz, era difícil. Un viernes después de intercambiar un par de frases, de intentar darle de comer un pedacito de los sándwiches de miga que había entrado en forma clandestina a la terapia y de prometerle que al día siguiente, sábado, le llevaría una coca cola… me fui.
Nunca más conversamos.
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